miércoles, mayo 31, 2006

Para un vez que llueve, dejo el coche debajo de una morera

Está lloviendo en nuestra casa. La primavera se despide con una tormenta. Estalló con gritos desde la calma. Primero alteró los colores del mar. Del azul turquesa transitó hacia el marino, hasta fundirse sobre la tenue línea del horizonte, con el gris lechoso, sucio y amenazador de un cielo embrumado. Los barcos fondeados se cubrieron con un manto de agua fría, mientras el viento rabioso de levante azotaba sus oxidadas estructuras. Desaparecieron dejando unos débiles puntos de luz fantasmal, que emergía desde la infinita inmensidad desplegada. Me pilló desprevenido, mientras observaba atónito una escena mil veces repetida. Pero era otra cadencia. Desde las alturas, el Mediterráneo huele diferente. Es él quien domina abrumador y soberbio un paisaje enfurecido. Y soy yo, diminuto y acotado, presa de un temor ancestral y primitivo a la muerte, el que retrocede asustado hacia el íntimo y protector vientre del apartamento.

Retiro las sillas y los objetos de la terraza precipitadamente y cierro los ventanales del sur, dejando que respire por delante ante la boca abierta del infierno líquido desatado. Quiero ver el espectáculo de la creación, en la butaca de primera fila de esta sala recóndita, en que se ha convertido mi sofá cama. Entre los resquicios de las puertas, aúlla estremecedor el aire enloquecido por los cambios de presión, mientras las cortinas bailan con el ritmo del poseído, una danza extraña y violenta, acunadas por el paso frenético de las corrientes que cruzan por los pasillos, volcando una lámpara china de papel verde manzana.

La lluvia golpea incesante el hierro firme de la reja, acompañada por el sonido profundo que genera el embite ronco de las olas alteradas. Continúa la mar embravecida, rasgando la orilla de una playa aún virgen, recién dibujada y rompiendo sus crestas excitadas, de espuma nerviosa, contra el espigón de granito que defiende una biblioteca con bancos de madera y paredes de hormigón, enterrada y vacía de libros, que tengo la pretensión de estrenar este verano.

Estoy descalzo, como todas las tardes al llegar del trabajo, y noto más que nunca, en mis pies desnudos, la humedad refrescante de la costa que tanto deseo tocar. Veo al trasluz las gotas pulverizadas chocar con el suelo de gres, salpicando el espacio circundante, en una cascada dispersa, donde vuelan las minúsculas formas proyectando nubes vaporosas, tejiendo una una telaraña de seda tersa y brillante sobre los cristales empañados.

Esperaba la lluvia como agua de mayo para que limpiara mi coche. Desde el verano del año pasado que el señor no ha visto un túnel de lavado. Como es oscurito pero no es negro, la mierda aguanta más tiempo en el pulgatorio de la invisibilidad. Y justo anoche, aparco debajo de la fila de moreras cargadas de bayas, a la sombra, que no se decolore y aguante el color hasta la reventa. Y me cae un diluvio a chorro, de los que afilan cuchillos y arrancan las cagarrutas de paloma más corrosivas de cuajo. En fin.

Afuera sigue fuerte la tormenta que no cesa. Imagino las volutas de un océano negro que ruge incansable ante mi. La belleza es una mujer de múltiples caras. Esta noche dormiré tranquilo agarrado a Verito.

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