sábado, mayo 20, 2006

Mossen

Heráclito comentaba que la felicidad estaba cimentada sobre dos verdades absolutas. La capacidad que tienen las personas para olvidar y de la segunda no me acuerdo.

Esta frase genial la contó el gran Pepe Sastre durante la cena del sábado pasado, en la boda de Camilo y Sonia que dieron en los salones Les Moreres de la Vall, lo que antes conocíamos por la Lordship. En ese lugar también estuve hace algunos años celebrando mi banquete nupcial con Eva, anterior compañera y de la que estoy actualmente separado. Ese día recuerdo que andaba con la cabeza revuelta por el trajín y trastornado por la falta de costumbre y los nervios. Nos casó el párroco de Nules, mossen Burgos, viejo conocido de la época castellonera. Yo estaba interno en el Colegio Menor. Comía, dormía y teóricamente bajaba a estudiar de noche a las aulas, junto a los otros internos. Asistía a clase en el instituto Francisco Ribalta, donde cursaba el bachillerato. Como era jugador del club de fútbol de la ciudad, tenía ciertas ventajas que hacían de mi un individuo superior, o eso era, al menos, la opinión subjetiva de mi corazón adolescente, cuando a los dieciseis quería comerse el mundo. Siempre al ver una superfície bruñida, vidriera, espejo o un pedazo de chapa, detenía el paso para observar el tipo tan interesante que reflejaba. Estaba plenamente convencido que había sido dotado por la madre naturaleza, de una inteligencia superior y cierto es que miraba con desdén y lejanía a mis compañeros de habitación. También pensaba lo mismo del cura del colegio, que no era otro que el señor Burgos, un hombre de talla menuda, ligero y de maneras suaves. Tenía el pelo gris con un mechón rebelde que le caia sobre la frente, dándole un aire juvenil. Tenía cara de ruiseñor, con unos ojillos pequeños y párpados a medio camino, como la persiana del ultramarinos a punto de cerrar. Del color intenso de la miel de romero, como caramelos, que proyectaban una mirada inteligente y picarona. Vestía un clerigman gris cobalto, pantalón de tergal, camisa planchada con alzacuellos y cinturón blanco a juego. Para mi, que solo conocía curas con sotana, aquel hombre era un revolucionario. Además culto como la mayoría de los sacerdotes. Acepté de buen grado la amistad que me ofrecía. Algo aprenderé, pensaba. Estaba enamorado con locura de la Vírgen María, la Madre de Dios. Eso es al menos, lo que me confesó una tarde de otoño, en la sombría intimidad de su reducido despacho, atiborrado de libros marianos. Llenaban por completo aquel cubículo, en el que apenas cabían dos personas sentadas. En las estanterías, dentro de un viejo armario de pino y sobre él, encima del escritorio, amontonados en un sillón rojo con orejeras y apilados en el suelo. El sacó de un rincón una botella de Marie Brizard. Yo rechacé la invitación, pero el se sirvió un pequeño vasito de cristal. Conversamos abiertamente y con profundidad de la vida y la filosofía. Al discurrir de la tarde fui cayendo en la cuenta que, por una parte, tenía el propósito de conquistarme para la causa. Eso era hacer apostolado, algo normal en su caso. Pero por otra me hablaba de su esposa, la Inmaculada Concepción, y de unas teorías extrañas, que hacían chirriar mis neuronitas en pleno proceso de construcción. La expresión de su cara, ese relato pasional cargado de sensualidad dirigido a una escultura, me inquietó y quise salir de aquella encerrona.

Volví a ver al mossen muchos años después, en el bar Musical de Nules.

– Hola, ¿que haces por aquí?
– Hombre Javier. Que alegría. Hace un año que me trasladaron a la rectoría de La Soledad. Y aquí estoy.
– Casi no te conozco con sotana mossen.
– Es que han cambiado los tiempos.
– Pues voy a casarme con una chica de aquí de Nules.
– Ya era hora. ¿Te apuntarás para los cursillos prematrimoniales?
– Pero mossen. Con la experiencia que tengo, ya sabes que no hace falta que me des muchas lecciones. Además sabes que esto es de compromiso. Que lo hago por mi novia. Así se queda tranquila, y como a mi no me cuesta demasiado darle el gusto. Pues eso.
– Pues así no te casas en mi parroquia.


No asistí a los cursillos, pero si tuve que pasar por su nuevo despacho para firmar las amonestaciones. Lo que no sabía era que también entraba en el paquete del vodevil acatar una humillante, antigua, machista, insconstitucional y estúpida declaración. Era un listado que según él la Iglesia Católica exigía. Discutí acalorado y ofendido sobre el contenido de aquel infame papel. Pensé en llevarme una copia con alguna excusa para denunciar el atropello y tener una prueba concluyente. Una de las frases decía que la mujer tiene que someterse a la voluntad del marido, y hacer el amor cuando este así lo ordene, aunque está cansada y sin ganas, porque ella está para servirle. Nunca entendí esta obsesión enfermiza por recortar las libertades del individuo y entrometerse en la vida de los demás. Como última recomendación ya en la calle, me agarró del brazo.

– ¿Tú lo has pensado bien? Te conozco bien. Eres un peligroso pájaro follador y a esta niña le vas a hacer mucho daño. Tú no deberías casarte. Además no quiero que te cases en mi Iglesia – me dijo en un aparte con gesto alocado. Eva y su amiga estaban cuatro pasos por detrás. Más tarde le conté lo sucedido y no le importó –
– Pero mossen. ¿Que estás diciendo? Te has vuelto del revés.

La ceremonia de mi boda duró cinco minutos. Mi suegra arregló las cosas para que así fuera. De eso me enteré mucho tiempo después. La recoleta capilla de La Soledad acogió a los pocos invitados que llegaron a tiempo para ver nuestra actuación. Porque mossen Burgos apretó el acelerador y se saltó todas las normas eclesiásticas. Para él yo era un sacrílego endemoniado que asaltaba su territorio sagrado. Ni hacer las fotos con la família pudimos porque apagó las luces del recinto antes de besar a la novia. Se encerró en la sacristía y tiró el candado. Pues mejor.

Según el bueno de Heráclito hay dos verdades absolutas para obtener el nirvana de la felicidad. De momento la primera condición ya no la cumplo. Pero seguramente el viejo ateniense andaría colocado ese día con algún brebaje, porque os puedo asegurar desde la privilegiada terraza donde escribo este post, con el mediterráneo centelleando como la bola de un club de alterne a mis pies y la brisa refrescando al chico de telefónica que está pasando cable para instalarnos el teléfono, que soy feliz.

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