viernes, mayo 19, 2006

La mosquita muerta

Una noche Pepe, mi socio y amigo, estaba viendo un programa de la Dos en la Televisón Española, cuando por casualidad entrevistaban al Secretario de Industria del ejecutivo español. Este funcionario defendía el modelo nórdico de horario laboral frente al insalubre esquema mediterráneo. Su propuesta era simple. Erradicar de nuestra cultura las jornadas interminables en el puesto de trabajo, seccionadas por dos o más horas de espacio muerto al mediodía para comer y hacer la siesta. Llegar a casa tarde significa renunciar a la vida familiar y social. Pero la gente no está por la labor de irse a dormir nada más llegar de la oficina. Tiene por costumbre continuar con sus rutinas y acostarse a las tantas, como hacemos la mayoría. La consecuencia, apuntaba, era la tasa de productividad más baja de la Comunidad Europea. Pasamos muchas horas en la empresa, pero tocándonos los huevos, venía a decir. Como estamos agotados de ver la tele y dormir poco, porque de follar no es, durante el día no rendimos. Hay que cambiar de hábitos. Si organizamos nuestras compañias como hacen los alemanes, podremos estar más tiempo rascando cosas, pero en casa, que estamos más cómodos y tenemos intimidad. Serán ocho horas igual, pero la comida de doce a una, sin almorsaret ni carajillo, y a las cinco y media se acabó.

Al día siguiente planteó el tema en la empresa y votamos sí por mayoría absoluta. Así fue como implantamos esta gran tradición. Y ese es el motivo por el cual me encontraba en la cocina de casa hoy a las doce y media, observando el fregadero con los platos llenos de agua que dejé anoche. Y allí la ví. Estaba quiteta, panza arriba, sin vida. La mosquita muerta. Así que esto era todo. El lunes era un bebé larvita y dos días despues descansaba con el sueño eterno de los insectos, acostada en mi cuchara amarilla de tomar el helado.

Imaginando relacioné esta experiencia con todas las anteriores en las que alguien nombró este apellido.

– Esa chica parece una mosquita muerta.
– Pero madre, es que no la conoces. ¿por qué dices eso?
– Mira hijo, las mujeres nos vemos venir y esta es de mala clase. Aquí no me la traigas.
– Pero madre, tu no entiendes...estoy a gusto con ella.
– Aun me harás llorar. Lo que pasa es que ya no me quieres como antes.
– Si que te quiero tonta.

Me pregunto quién sería el inventor de esta asociación de ideas, porque aquella criatura que mi progenitora definía con esas palabras tan oscuras, estaba viva, era blanca, divertida, lista y tenía un talento natural para dar besos con lengua. Era una fiesta. Nada que ver con el bichito negro que flotaba entre mi vajilla, mojado por fuera y seco por dentro. Igual que una señora que conozco. Verito no me deja publicar su nombre. En la corteza, un sofoco contínuo, sudores menopaúsicos acelerados con una pose de tragedia griega. Para rematar la actuación, cabeza ladeada, dorso de la mano sobre la frente, con fingida afectación, manteniendo los ojos semicerrados, lo suficiente para saber donde estás tú. Sublime. Por dentro seca como la semilla de un nogal.

En una época yo las fabricaba asociado a mi compañero Juan Carlos La Pina. Éramos el doctor Frankenstein y su ayudante Igor. Cursábamos tercero de la antigua Educación General Básica, en el Grupo Escolar Juan XXIII de la Vilavella. Corría el mil novecientos setenta y tres, el año que tomanos la primera comunión con Don Manuel Fabregat, el severo rector de la parroquia. Nos sentábamos juntos en un viejo pupitre de madera, con una cubierta a modo de tapa que escondia un cajón para guardar libros y cuadernos. Tenia dos asientos abatibles astillados, con la superfície tramada por cientos de inscripciones, grabadas con tinta de colores y punta de compás. Nombres, fechas y palabras de amor eran los mensajes más comunes. Los antiguos graffitis desaparecían bajo el cincel ocioso de los nuevos alumnos. En la parte superior, la mesa tenía un plumier a cada lado y un hueco para dejar los lápices. Ese pocillo estaba fuera de uso porque ya nadie escribía con pluma. Teníamos bolígrafos Bic naranja, Bic cristal y lápices Staedler.

En la última fila, escondidos debajo de los colgadores de ropa, dos avezados cazadores exterminaban cualquier mosca que volara dentro de la zona. Más adelante, contratamos algunos compañeros de clase para que recogieran especímenes de las primeras filas, que ahí no se podía llegar sin llamar la atención de doña Rosa, las bragas más esperadas del claustro. Cuando explicada alguna lección sentada de lado sobe uno de los pupitres, aún escucho el tintin de los objetos golpeando el suelo. Como me sentaba al fondo del aula, veía, aparte de sus generosas piernas, un sube y baja de cabecitas haciendo la ola.

Mi socio era un portento; rápido como un camaleón cuando dispara ese colgajo pegajoso desde la garganta. Él con un manotazo imposible, atrapaba límpiamente al animalito sin quebrarle ni una pata. Después de caer en nuestras manos era torturada y sometida a crueles tormentos. En el más popular arrancábamos de cuajo una o dos alitas, para soltarla encima de la tabla y que no se largara zumbando. Jugábamos a los toros con suerte de varas y tercio de banderillas. En otra variante la metíamos dentro de la carcasa del bolígrafo sin la carga de tinta y lanzábamos a la pobre mosca soplando por el tubo, generalmente a la parte de las chicas. Ellas despreciaban estas costumbres; consideraban que los chicos éramos seres de otra especie distinta de la suya; teníamos diferentes formas de entender el concepto diversión.

Todos estos cadáveres gastados, pasaban directamente al fondo de uno de los recipientes de la mesa, para la autopsia. Como instrumental quirúrgico empleábamos el compás y el culo de los bolígrafos mordidos. Allá por el mes de abril, recuerdo que la capa enegrecida que cubría el fondo tenía casi un dedo de grueso. Por arriba tenía un tono rojizo porque las muertas eran más recientes. En aquel tiempo mi yo interno no apreciaba nada punible en esas actividades.

Yo participaba dirigíendo esta compañia de circo y admiraba en secreto a mi amigo por su valor. Tenia un gran talento y se crecía cuando el público, totalmente entregado, le aclamaba. Si le venía de gusto, como diría mi amigo Luigi el comodoro de la nueva Marina del Puerto de Borriana, agarraba la mosquita, se la metía entre los dientes, cortaba, masticaba y tragaba con gran agrado mirando al tendido, según reflejaba su carita de niño travieso. A veces antes de metérsela en el buche, la sujetaba entre los labios y le dejaba fuera la cabecita, que parecía mirarnos con tristeza, mientras intentaba desesperademente zafarse del apretón definitivo. La modalidad mas aplaudida consistía en colocar el bicho sobre la lengua, ya medio aturdido con tanto vaivén y mojándola con grumos de saliva para que no saltara, ejecutaba una excelente versión del clásico truco del cigarro encendido, abriendo y cerrando la boca varias veces, con el botóncito negro entrando y saliendo cada vez como un cucú. La actuación se daba por concluída cuando en la última apertura ya no aparecía la mosca.

Espero que entiendan ahora por qué cuando alguien opina de una mujer que es una mosquita muerta, me vienen a la mente imágenes contradictorias. Ahora siento pena y arrepentimiento por aquellas corridas escolares. Dejadlas en paz, que descansen. Quizás la que estaba en mi cocina no tuvo una muerte natural y se suicidó. Ya nunca lo sabré.

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