jueves, junio 01, 2006

El llanero solitario

Un hombre solo normalmente sobrevive con dignidad y sobrelleva la ausencia de su pareja sin demasiados problemas. Mi compañera está en la ciudad condal repasando estadísticas y dormitando como un lirón entre conferencias soporíferas y sesiones de técnicas de mercado, trufadas con diapositivas y gráficos de barra, disparadas desde un miserable powerpoint, enganchado con algún portátil barato. Eso al menos es lo que me largó antes de abandonar el nido de amor.

—Xavito, sabés, tengo que ir a Barselona, con los gestores de compras de la empresa. Sho no quiero ir, pero que querés. Estoy en una multinasional. Y sho soy la encargada de todo el Levante i Mursia.
—Pues esos se van de putas cuando acaban.
—¡Xavitoo! No digás peluteses. Después de senar, al hotel a dormir.
—Amén. Haleluyah. Hare Khrisna,

La Verito de putas no irá, porque las mujeres no le van. Pero seguro que corre el sanfermín, que Barselona no es Casteshón. Mañana me contará sus andanzas. Me dijo que a cenar bajaban a Castelldefels, a un restaurante que se llama la Gioconda, y como ella domina ese paraje, porque ha estado varias veces, y le gusta montar saraos, seguro que termina subida en algún podio, sacudiendo el orto como una negra poseída.

Yo, liberado de la disciplina carcelaria, al llegar a mi castillo, lo primero que hago es cerrar la puerta, que no se cuele ningún intruso. Como cada día, paso por la casa de la Vall y vuelvo cargado de paquetes, en un tránsito cómodo. Una mudanza relajada. Al paso que voy, puedo tardar dos años. Una botella de pechê de melocotón, otra de una especie de güisqui de banana, dos brandis de Jerez, Real Tesoro y Gran Duque de Alba, una botella sin abrir de Ron Negrita Bardinet, que siempre pensé que eso era dominicano y resulta que se elabora en Gelida, al lado de Barcelona, y una tabla de madera para cortar verduras y carnes para la cocina. Esto lo aparco en el lugar que la señora de la casa ha dispuesto, que es una cristalera del mueble del comedor, ese mismo que pensamos foguear y que la Conchín tiene uno igualito en su piso.

—Que mueble más bonito. Es como el mío. ¿Ya estaba o lo habeis comprado?
—Está de visita temporal. Queremos poner unos cubos de colores del Carrefour, pero son muy caros. Este conjunto armónico de tablas y cristal es heredado de los anteriores propietarios, y nos dejaron este hermoso regalo porque nos tenian en gran aprecio. Solo se llevaron lo que no les gustaba.

En cinco minutos he arreglado las bebidas, metido la tabla en la cajonera y sacado las converse. Como hacía algo de fresco, me he dejado puestos los calcetines húmedos de sudor masculino, pero como estoy solo, a mi no me molesta el olor. Dicen los antropólogos que al ser humano le gusta el aroma que genera su propio cuerpo. Lo que ocurre es que no le damos oportunidad de expresarse. Si hiciéramos caca en mitad de un huerto de algarrobos, como nuestros abuelos, al acabar la tarea de amasar el rollito de mazapán, observaríamos con atención el caliente y humeante pastel, recién sacado del horno intestinal, como un hijo acabado de parir con esfuerzo y dolor, para acercando la nariz, inhalar sus efluvios más intensos, disfrutando del bouquet de una cosecha temprana. Yo, alguna que otra vez lo hice, cuando acompañando a mi padre, dejé mi semilla biológica entre filas apretadas de clementinos del terreno, en campos resecos y suelos de arcilla destripados, abiertos, de terrones rojos, sembrados de hierbajos amarillentos que se introducían al agacharte en el agujero del culo. Un placer, que estas cosas hay que catarlas al menos una vez en la vida. A los que son de ciudad, les viene peor, porque son como los niños de ahora, que están en la idea que los huevos y la leche vienen del Mercadona.

Ahora cabalgo entre perfumes; he preparado un sartén antiadherente, con un buen aceite de oliva virgen, de arbequina, dos cucharaditas, como dice Karlos Arguiñano, y si te fijas, le arrea un cuarto de litro; deslicé de incógnito una anchoa de conserva que sobró, con su grasita cuajada y una cabeza de ajos, separé los gajos de un golpe, aplastando seguidamente con el cuchillo en plano, que transmitan el sabor directamente al charco, y sin pelar, al fuego. Un pellizco de sal gruesa, zamacotes, como piedras de cantera. Cuando he tenido el guiso a punto, con un aroma delicioso inundando la cocina, tres huevos se han dejado caer y aquello ha sido una fiesta. Con el pan del Forn de Rosa, que tenía reservado en el congelador, unas patatas fritas de bolsa, un trozo de jamón serrano y cuatro piezas de queso feta en aceite, he montado una cena de príncipes. Regado con un vino tinto de Utiel-Requena, que Verito compró el sábado en el Caprabo de la Avenida Ferrandis Salvador.

—Mirá Xavito. Para la colección. Finca del Mar. Y es un Cabernet Sauvignon. —dice ella con aires de sumiller que acaba de realizar un cursillo de enólogo, y que solo bebe cocacola light con cubitos de hielo.
—¡Eu! Ese lo guardaremos en el botellero del comedor —respondo yo, que tampoco soy ninguna lumbrera vitivinícola y que ando mezclando el vino con agua para que dure más.
—Hay nueve espacios. Ya tenemos dos. Pero me gustaría tenerlo siempre lleno. Cuando falte una, la reponemos. ¿Vale?
—Si. Es una gran idea. Estas las ponemos arriba para que equilibren.

Medio llena, estaba escondida en el hueco de la nevera que se llevó el Ramón, y con los nervios y la sed, di buena cuenta del zumo en un santiamén. Que la soledad es mala consejera y aprieta el ánimo de las personas débiles, que terminamos refugiando nuestra alma en un vaso de vino. Magnífica cena, untando pedazos de pan cortado con los dedos, que era el eslabón más frágil del festín, pero mojado en el oleoso mejunge, resultó ser el protagonista de una histora con final feliz; luego atrapando huevo frito y carne curada de ibérico, en un abrazo pantagruélico, creo una obra maestra de arte contemporáneo; Arrastro esta escultura de Chillida hasta la boca. Me quedo corto de vocablos para redactar este verso. Ese goteo aceitoso, desde la comisura de los labios hasta la punta de la barbilla. Un cosquilleo maravilloso fruto de una noche orgiástica. Magnífica embriaguez. Daré tumbos hasta encontrar la cama.

Rematé semejante desnivel, con unas cucharadas soperas de helado de chocolate de La Lechera. Solo cuatro paladas fuí capaz de arrogarme sin respirar, entre bocanadas de ansiedad y vahídos desesperados. Y me contuve, porque los hijos pijos de los vecinos ricos de la comunidad donde habito, estaban jugando a baloncesto con una canasta, fabricada con la señal robada de un paso de peatones de color azul y blanco, a la que soldaron una canasta del decathlon. Hacía ruído como si chocaran dos carritos del hipermercado. Cada vez que la pelota golpeaba el tablero de aluminio, temblaba todo el edificio, con un sonido agudo y penetrante, que destrozaba mi momento de meditación trascendente. He estado a un pelo de lanzarles la botella de vino vacía, pero me autocontrolé con los superpoderes y por el miedo a que me pudiesen apalear entre los vecinos. Y es que soy cobarde de nacimiento y eso no lo quitan los médicos. Acabar linchado por notarios corruptos y funcionarios de correos, no lo considero un final noble y digno.

Ahora, que la medianoche se ha cernido opaca sobre mi ciudad, y solo escucho el murmullo del mar, coches pasando por la avenida y el basurero piqueteando contenedores, me voy a leer un poco de Humberto Eco y dormir, que falta me hace. Me pregunto que estará haciento mi chica. A ella le pierden los negros del Godspel, con sus sacerdotales vestimentas de colores vibrantes, bamboleándose sonrientes sobre cualquier escenario. Ahí se le nubla la vista y pierde el conocimiento. Espero que no se cruce esta noche con un miembro de la navy, de los que van vestidos de primera comunión, con el santo rosario, la medalla colgada y el cirio pascual, dispuestos para salir en la procesión, portando el duro bastón que aguanta la peaña, agarrado con la mano.

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