jueves, agosto 24, 2006

Ke Ikea hemos tenido

Nuestra casa está cambiando inmersa en un proceso de metamorfosis contínuo, imparable, fascinante. Es todavía una larva enrollada con hilo viejo que ha entrado en pupación con un capullo velludo de color pálido como la harina de trigo. De momento aparece como una crisálida de colores blanco, argentino y rama de eucalipto repartida entre el salón y la terraza.

Ayer por la mañana descargamos el pequeño cedós de Verito de trastos que tenía almacenados desde el pasado año; unas cazadoras de invierno llenas de polvo y tierra, una gruesa polar, blanca en su juventud, que presentaba un tono desvaído, neutro con los collares ribeteados de un capa oscura y mugrienta, otra de cuerina negra arrugada bajo el peso de varios taburetes plegables y de la mesa portátil de aluminio con tablero de chapa que utilizábamos en nuestros picnics; dos cortinas rojas sin estrenar que compró de Monfort dentro de los envases de cartón y sus dos patines en línea en sendas bolsas de plástico, que se puso un solo día hace cuatro años y que arrastra consigo de destino en destino. Todo aperos amontonados que va trasvasando de coche en coche y ahora le tocó el turno pasar al mío, por no subir la carga los cinco pisos y almacenarla en casa.

Salimos tarde después de desayunar con destino Barcelona hacia el Ikea de l’Hospitalet, aunque Verito se empeñaba en señalar como punto de llegada el de Badalona. Recordaba de mis recientes visitas a la ciudad Condal haber circulado varias veces por delante de la tienda pero Dixie me mostró en internet la localización de la segunda, asegurando fehacientemente que la primera era fruto de un turbio sueño imaginario consecuencia directa de una noche etílica. Llegamos a la una del mediodía con un par de vueltas despistadas entre rotondas atestadas de impacientes conductores catalanes, hasta que en una gasolinera nos indicaron la dirección a seguir; un kilómetro más adelante en línea recta desde donde estábamos detenidos. Lo habíamos conseguido sin muchos problemas.

Llegamos fluyendo en mitad de un líquido de vehículos atascados dentro de una vía en reparación, hasta llegar a los sótanos de la tienda, con el aparcamiento atestado de frenéticos compradores que elegían un miércoles de agosto como espectáculo para visitar. No tendrían otra cosa mejor que hacer. Ya ves tú.

Entramos en la exposición y directamente me convertí a la religión del mueble y del artilugio complementario, al credo de los incrédulos, de los compulsivos de las compras, del diseño límpio y provocador, de la practicidad de los recursos, de la elegancia de lo simple. Del buen gusto. Soy un adepto.

Recorrimos toda la parte superior de la nave entrando por los ambientes del show room, una escenografía impecable, detallada, definida, fácil, asequible y atractiva, preparada para enganchar a las almas incautas y a los pobres buscadores de muebles desmontables.

-Lo siento señores. Este carro es para llevar niños. Hagan el favor.

Y el amable y atento guardia de seguridad nos birló el carro que habíamos conseguido un piso más abajo, después de sesudas deliberaciones para elegir uno de los varios modelos. Nos dejó con una enorme bolsa de plástico amarillo con el logotipo serigrafiado en azul prendido de la mano, mirandonos a los ojos, disimulando para no volver la vista hacia ningún otro lado. Nuestra vergorzante primera vez. Paletos que acaban de pisar tierra civilizada. De poble xà.

-¿Y qué hacemos con la bolsa?
-Nos la llevamos detrás. Con dignidad y aplomo. Tú sigue caminando. Venga, que no parezca que nos han robado el niño y no nos hemos enterado.

Ya con la hinchada bolsa amarilla colgando del antebrazo, como una señora en un mercado fisgando entre los puestos de verduras, paseamos por todos los recodos de la tienda. Dormitorios, despachos, salones, oficinas, iluminación, cocinas, baños, textiles, recibidores, sofás. Un yo que sé de juguetes lindos. Nos gustaba casi todo. Y el tema del precio era verdad, mucho más económico que en los comercios de la provincia. Encima de ser barato era de nuestro agrado. Elegimos una mesita rinconera por nueve euros, una estantería modular por ciento sesenta, otra para el recibidor por cincuenta, una mesa para el comedor por cuarenta y cinco con cuatro sillas de plástico por ocho y unos marcos para pinturas desde cuatro hasta doce; todo en color blanco. Solamente nos llevamos la mesa, cuatro sillas por quince euros cada una ya que se habían agotado las existencias de color de las que teníamos elegidas, los marcos y un futtón calentito de plumón por veinticuatro euros, para rellenar la colcha bermellón con trazos de colores vivos que Verito compró hace pocos días.

También dejamos para la próxima visita el sofá que rondaba entre los seiscientos y pico y los novecientos. Quedamos al final prendados de los que podían ser candidatos reales para nuestro salón. Un divan blanco de tela, el más económico, con el diseño más actual y otro ligeramente más clásico de color pardo y tacto más frío pero mullido hasta desaparecer mas bien acostado que sentado hundido dentro de su acolchada panza. Como esto requiere un proceso calmado de reflexión debido al elevado coste del producto, decidimos meditar la decisión y esperar un tiempo para no errar el tiro.

Tomamos cocacola y unos bocadillos en la cafetería del centro y enfilamos el camino de vuelta a casa, en principio ligeramente enfurruñados por un pequeño incidente sin consecuencias. Verito estuvo un instante debajo de un enorme trailer cargado de pescado congelado con destino a Francia debido a una lamentable duda de último momento en la toma de un desvío del conductor del coqueto citroen rojo. Esto provocó una cadena de desencuentros que terminaron en un mutis absoluto durante los trescientos kilómetros de la ruta. Esto empeoraba por momentos debido a la insistente y atorrante música que insertó la copiloto accidentada por la ranura del equipo. Un cedé de Bebo convertido en un tormento de teclas caribeñas insoportables repetidas en un bucle sin fín que limó con fina paciencia los tiernos huesecillos de mi hasta ese día intacto oido interno. Se puede afirmar, sin ningún genero de dudas que eludiré como la peste durante un tiempo prudencial, todo lo relacionado con Cuba. Aún me retumba la cabeza. Clin clin clan, clin clan clon.

Este mosqueo trivial se alargó hasta la mañana de hoy. Nos tuvo enfrentados sobre la yacija conyugal, ocupando cada uno el extremo más alejado, prácticamente en el borde haciendo equilibrios, con una pierna en el suelo y el brazo al aire, evitando tener cualquier roce o contacto físico debido al fundado temor de quedar socarrados por una descarga eléctrica de proporciones colosales por la gran acumulación de energía negativa producida durante la jornada. Somos baterías humanas.

Hay que tener en consideración que yo soy el personaje no de la función; normalmente me encargo de negar las propuestas que escucho llegar hasta mi alcance auditivo. Soy el típico que suelta no sé para que queremos esto, no me gusta, es muy caro, ya tenemos uno y frases por el estilo, sufriendo con desgana el momento de la compra y mostrando mi peor cara ante el exasperante ritual de los probadores. Lo contrario que Dixie que es más positiva y compraría mil cosas, tomando el acto como un divertimento ilimitado. Le encanta salir a ver vidrieras y tocar el género. Eso y actuar en público sentada en un taburete giratorio sobre un escenario iluminado es el mayor placer que pueda desear.

Eso pasó en el Templo de los Muebles y los Objetos. Ella super del amor con todo lo que abarcaba, enamorada de una lámpara extraña como la cabeza de medusa y yo negandole como Judas en la última cena. Y una cosa llevó a la otra y la otra a la otra y así hasta el tope final. Para colmar el vaso, yo me canso hasta la extenuación con estos recorridos comerciales y termino medio muerto arrastrándome derrotado y sin apenas fuerza, agotado. Lo paso fatal y el ánimo todavía se me quiebra más. Entonces sale el tonto que tengo escondido para las grandes ocasiones y focaliza la función. Es la estrella de la función. Don Capulletto.

Pero cuando volvemos a la realidad de las cosas y las malas vibraciones se neutralizan como los rayos en una tormenta cayendo sobre el mar, todo vuelve a su cauce y retoma su estado básico. Dos besos, un abrazo cálido y podemos dormir con el espíritu pacífico desbrabado tras la batalla incruenta. Ahora horas después nos reimos de la situación pasada y jugamos a ver quién ha perdonado a quién por la travesura. Y es que siempre llevo las de perder. Será por algo. Digo yo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

jjajajjaaa!! creo que es la primera vez que leo que os habéis enfurruñado! haleee, pelillos a la mar!! jajajjaja

lo del ikea me recuerda a una cosa que siempre dice mi padre, cuando algún dependiente de cualquier tienda de muebles "normal" -muuuuuucho más caras que ikea, of course- ha intentado vendernos algo carete diciendo que es que durará toda la vida. Mi padre siempre dice:

- Si es que "la chiquilla" no quiere que le dure toda la vida. Lo que quiere es que en cuatro años se le rompa para poder cambiarlo y volver a estrenar...

Y es verdad. ¿Quién quiere mesas de comedor por 1.200 euros pudiendo tenerlas por 45, 100 o 300 euros? Yo desde luego no.

Muerte a los comedores de 6.000 euros!!! jajajajja

besos de la patri

Anónimo dijo...

CUIDADO¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
lA LEUKOFOBIA PROVOCA DESÓRDENES AFECTIVOS.
autor:marcialin