miércoles, junio 28, 2006

McGyver

Esta mañana levanté esa vieja carcasa forrada con tejido adiposo y células muertas en que se está convirtiendo mi envoltura externa, con extrema dificultad, debido en parte a que soy un pecador irredento de carácter irreversible devoto de la Santa Pereza, de la Sábana Santa y de la Sagrada Nevera Imposible de Cerrar, con sus cálices, sus hóstias y sus viandas ceremoniales, de las que doy buena cuenta durante la celebración de la misa de nueve para almas descarriadas.

A todo no se puede llegar con dos manos, dos pies y dos cabezas, preparar un desayuno frugal, aguarse en una ducha olímpica, elegir, colocar y embutir calcetines infames, calzonzillos maltrechos, pantalones usados y camisetas ajadas por el sol. Si también hay que cepillar la dentadura, rociar la cabeza de perfume, sobaquear el desodorante y otear un rato el horizonte marino pues no queda espacio para vaciar el depósito de material orgánico cargado hasta los topes de combustible fósil calentito.

Arrastré la bolsa paseándola con el coche por toda la Plana, cual marsupial con el cachorro en sus entrañas, hasta arribar a la empresa. Abrí las cinco puertas que me separaban de la silla eléctrica, dos con llave que acerté de oido y otras tres a punta de Converse Made in Vietnam, al tiempo que las manos desabrochaban botones bajando perneras con destreza sin parangón lanzándome en un salto sin precedentes sobre el ansiado trono.

Y fue en este momento cuando la experiencia, esa mala consejera, ese tapón de libertades, esa vieja rémora ingrata y reaccionaria acudió por primera vez en mi auxilio no reclamado, ahorrándome el desfile inquisidor por la senda innoble de la deshonra y la humillación más absoluta.

Alguna que otra vez me encontré sumido en la desesperante e ignominiosa solitud encerrado en un aseo, con el deber cumplido, la faena rematada, lo líquido lo sólido y lo gaseoso a pedir de boca y sin el mínimo recurso para aclarar el resultado de la operación matemática. En ese momento crucial es donde se ven las personas con recursos, cuando sale a relucir la inventiva y el orgullo tira del carro con fuerza. Las mujeres en estos casos suelen acompañarse por costumbre de algún bolsito y algo encuentran escondido en su interior, un kleenex, un billete de bus, cinco euros en papel moneda (o de diez o de veinte), un peine de plástico, la tarjeta de crédito del Corte Inglés, un lápiz corrector o un envase de cartóncillo con tampones. Cualquier objeto sirve para repasar lo grueso. Dejamos para el final los dedos con las uñas sin cortar. Allá cada uno con su conciencia, que en nuestra cultura occidental, la única ocasión que el dedo inserta su tierna uñita en el agujero procaz es cuando debido a nuestro ímpetu restregador y limpiante, rasga con ardor la fina capa de celulosa, traspasa enérgico el inmaculado umbral para salir untado de espesa melaza color chocolate Lindt al cacao.

Pero eso es un accidente no deseado, a no ser que se quiera jugar con deliberación al proceloso arte de meter objetos y cosquillear próstatas con el lujurioso fin de obtener rentas placenteras. Pero ya digo que eso es harina de otro costal y hoy no circulaba por esa ruta.

El McGyver de turno que estoy hecho buscaba en el reducido entorno del cuarto de aseo un asidero interesante, alguna herramienta primitiva que en principio tuviera otra utilidad, y como hacen los primates para sacar termitas de un tronco colocando una ramita monda, yo me puediera limpiar el culo con dignidad. Lo más fácil y relativamente eficaz era reducir el tubito que había quedado del anterior rollo de papel, pelarlo a capas con paciencia y de ahí extraer unas finas lascas para rebanarme el fondue intentando no palear al final con la yema del dedo índice,con la consiguiente incomodidad. Menos llamar a gritos hasta que alguien escuche la llamada, que ahí sucumbo ante el terror de las miradas vivas y las risitas burlonas.

Por eso cada vez que entro en un baño, la primera tarea que realizo aunque el colon estalle, por instinto natural o aprehendido, es buscar el rollo. Se podría decir sin ánimo de agrandar mi ego, que en esto soy constante. No hay papel, no cago. Y este recurso animal que poseo, esta mañana me ha levantado como un resorte hacia el encuentro con un tesoro de bolsas de papel hiegiénico por estrenar. Me he llevado cuatro, nuevecitas, acariciándolas como un peluche amado y cariñoso y me he dejado arrastrar por la lujuria del instante.

Ahora, después de atravesar este bendito miércoles, con el cuerpo entrelazado, límpido y relleno de espaghettis al queso, me largo a comprar al Mercadona con la Verito, que la tengo en el portal con el auto esperando que me acaba de llamar a maitines por el celular.

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