martes, junio 20, 2006

Baile Àtha Cliath

En la pequeña maleta gris ceniza llevaba un gastado pantalón vaquero azul con la vuelta deshilachada, tres camisetas vírgenes de nueve noventa con motivos comunes, un puñado de calcetines ventilados y calzoncillos de tira suelta elegidos al azar, mis zapatillas converse de recambio con las puntas ennegrecidas, pasta dentrífica, un cepillo rojo desmontable, enjuage bucal, perfume de muestra, desodorante sin alcohol y los cargadores de batería. En la bandolera lo imprescindible, la cartera con los documentos y algo de dinero en efectivo, el teléfono celular, la cámara de video para el blog, un manual de inglés coloquial y el Zorro de Isabel Allende que no consigo rematar. Tengo una tarjeta de crédito por si las moscas que no me sirve porque nunca consigo memorizar las cuatro cifras del código de acceso, que anda encriptado revuelto entre números de teléfono y apuntes indescifrables. El dinero me gusta tocarlo como al Tio Gilito, que se zambullía en una piscina anegada de monedas y billetes. La única herramienta disponible que tengo para acceder al papel es una libreta de ahorros verde palmera de la Caja Rural que dejo aparcada cada vuelta en un lugar y rescato cuando el bolsillo boquea afixiado reclamando fortuna.

La vieja Dubh Linn me recibió al final de la tarde con el cielo cubierto y algunas gotas extraviadas, una luz suave de cristal tintado, olor a zotal en las calles y madera húmeda, que identifico desde la infancia con la fetidez que desprenden las jaulas desinfectadas de un zoológico. Siempre estuve en el error de pensar que ese perturbante y triste hedor era provocado por el pánico súcio liberando glándulas en la piel de las pobres bestias.

Baile Àtha Cliath se abrió de piernas para tragar mi alma íbera. Entré en el útero cálido bajando por O’Connell desde el Walton, un hotel que arrastra el apellido de the world of music, hasta la aguja metálica recorriendo todo Abbey, cruzando el Liffey por el puente de Ha`Penny, festoneado a esa hora con reflejos brillantes meciéndose al ritmo de una flauta lejana sobre su tranquila y oscura superficie.

Pasado el rio salí por un callejón en penumbra hasta el Temple Bar, un espacio gobernado por los estudiantes del Trinity, la música en directo en aceras y garitos, y las pintas negras de cerveza Guinnes servidas ritualmente en dos tandas, una misa completa con el aspecto de un vaso de colacao. El encanto amable de la embriaguez colectiva, una borrachera magnífica y controlada, la belleza etílica del jugo arrancado al cereal fermentado con agua clara perfumada de lúpulo y boj. Las ventanas cuadriculadas de los pubs, los frontones de madera con el fondo pintado de intenso verde guisante o de rojo vino, con la letra en dorado y tipografía gaélica. Los tiradores en fila bruñidos con las marcas estampadas en el cuello frío inundando las barras de espuma viva. Los estantes enmarcados con un espejo detrás, apretados de botellas estrenadas, fotografias amarillentas, vasos curvados de cristal y objetos extraños de procedencia desconocida.

Eire en junio es una fiesta dulce con sabor a cerveza, a mar de acero encabritado y paisajes redondos, suaves y vegetales. Resulta extraño descubrir en sus habitantes un espíritu tan abierto, opuesto a la introspección y retraimiento que suelen presentar los habitantes de una isla. Mallorquines, canarios, ingleses, observan al visitante con recelo, quizás con el instinto protector de los pueblos que se sienten vulnerables ante el poder y los recursos de los continentales. Pero esos rostros saludables, sonrosados, tiernos de mirada turquesa con el pelo zanahoria me dieron la bienvenida sin reparos ni preguntas. Un joven bien vestido, con un exclusivo polo burdeos se plantó frente a mi en mitad del Cobblestone y entablamos una conversación mágica intercalada de apretones de mano y frases celtas invisibles para el resto de mortales. Doy por sentado que seré una sombra apagada en su memoria de niebla, pero él permanecerá presente en la mía. También conocí a un escritor catalán en una esquina mientras buscábamos un restaurante indio para cenar. Actual premio Ramón Llull de narrativa, columnista en la Vanguardia, guionista y de nombre Màrius Serra. Ataviado con las patillas de Tom Jones, mirada inteligente de pícaro escondida en unas gafas de diseño sin montura, sonrisa franca y una chaqueta de twed con coderas, estaba invitado por el Dublin Writers Festival para leer un extracto en inglés de su última novela durante la celebración del Bloomsday en honor de James Joyce el autor del Ulysses. No lo reconocí porque ahora está mucho más joven que en las fotos de periódico que recuerdo.

Dublín, Baile Àtha Cliath, como llevan inscrito en las placas de sus autos, me gustó. Yo que soy amigo de comparaciones siempre odiosas, afirmo que es como una fiesta de la Magdalena, pero lejos de casa. Que ya comentó Heraclítoris el efesiano una vez, que el santo, cuanto más lejos, más milagroso.

Y me cago en los de Ya-punto-com, que nos tratan como a basura; cobrar si que saben, pero el servicio es una puta mierda. Llevamos un mes para que nos den una línea ADSL. No sé en Eritrea como andará la cosa, pero aquí somos bultos paganos, como en un ejército de esclavos. Es una vergüenza, me siento estafado como usuario y la protesta es clamar en el desierto. Cabrones. YA ESTÁ BIEN. Tenemos que utilizar el teléfono y cuesta mucho dinero. para mí Ya-punto-com es sinónimo de panda de ineptos ineficaces. Lo peor es que tampoco me fio del resto de operadoras. Pero si llego a saber que se demorarían tanto los envío al carajo. Parece que están al pedo.

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