miércoles, junio 07, 2006

¿Dónde está mi boina?

Anoche caí en la cuenta que soy una persona distinta. He cambiado. Mi ser está ocupando otro escalón en el altar sagrado de la sociedad. Observando como los coches circulaban por la arteria que tengo debajo de casa, filosafaba con ese ir y venir ruidoso que me resultaba tan familiar, transmitiendo una sensación de cercanía, de vida. Una alegría contenida. Un bienestar apaciguado y nirvánico. En algún amagado rincón del hemisferio derecho de mi cerebro, donde dicen que se centra toda actividad emotiva, o tal vez en el interior profundo del cerebelo, que encierra bajo una llave genética nuestro pasado reptíl, mi yo ancestral, devenido por decenas de generaciones labriegas, en una rebelión incruenta, se descubría por primera vez como urbanita. Así, repentinamente, me descubrí ciudadano.

Ya no soy de pueblo. Se acabó la tiranía de calles solitarias y anciana de luto con la risa amputada. Basta. No más toros en la calle, con la cabeza en un balde de plástico, tapado con un trapo sucio lleno de moscas, las turmas en el refrigerador y el resto sanguinolento, colgado de un gancho en la entrada del toril. Me gusta el sonido de los seats y de los coches tuneados y frikis, trufados con macarras que fuman, escuchando rumbas. Ahora mismo acompañan con sus partituras. Música celestial. Prefiero que pasen cinco moteros con Harley retumbando como tractores y tres camiones de basura, tener que vérmelas con una manada de leones o un rebaño de ovejas cagando bolitas negras.

Si, adoro el olor de la gasolina y detesto el natural perfume de cabra y leche natural. Nunca me gustó ese intenso aroma que desprendía María la lechera, y después su hija, cuando venían a casa con el nectar blanco recién ordeñado, aún caliente, llenando aquellos recipientes metálicos de jugo de vaca. Mi madre la hervía en una cazuela, introduciendo una cánula en el interior, para que al hervir no rebosara por toda la encimera. Muchas veces me dejaba al cuidado, para que cortara el gas en el momento justo que bullía el líquido. Solía despistarme a menudo y era moneda corriente que el tufo maloliente a leche quemada inundara media casa.

Ahora que soy de ciudad me siento tranquilo percibiendo los sonidos de la civilización. Nada de romanticismos de todo a cien. Yo con los pájaros me llevo bien, pero con los que viven por aquí, por Benicassim. Hasta con los gatos, aunque me caigan mal y no pueda con el pestilente legado de sus orines. Me da igual que sean como tigres salvajes pequeños, que marquen su territorio, que sean independientes y que no sean tan tontos como los perros. Prefiero una buena pelotita playera de alquitrán incrustada en la planta del pié, signo inequívoco de que estamos en zona colonizada, lugar explorado, terreno arrebatado a los mosquitos feroces, a los pantanos y a las dunas. Si no de qué estaría ahora tumbado en mi sofá viendo el mediterráneo desde esta altura. Impensable.

La carne, de pollo del super, de la blandita. Hace algunos años en Vimianzo, en la Costa da Morte, mi amigo Manolo nos invitó a una comida auténtica de gallina gallega de corral. O pollo, que no recuerdo si pito o concha. Piedra. Granito tenía. No estoy acostumbrado a estos regalos. Aquel animal estaba muy corrido y era un atleta que practicaba decathlon. Mis anfitriones disfrutaron con el enorme y colorado bicho, pero yo me limite a arañar su pechuga con el cuchillo, intentando clavar un tenedor que rebotaba ante una superfície de porcelánico. Miraba como chupaban sus dedos mientras yo rascaba un trozo de lechuga. Debí darme cuenta entonces, pero han tenido que pasar todos estos años para averiguar mi tendencia. Ver a mi querida abuela rebanando de un certero tajo, sin piedad, un peluche gris de ojos apenados y vaciar de sangre aquel cuerpo aún con vida, que intentaba en vano zafarse del abrazo mortal, me dejó una huella imborrable. A la paella. Jamás pude volver a probar la carne de conejo. Reflexioné largo sobre la beatitud de la madre de mi madre, que era una santa calmada y buena, pero siempre la recordé apretándo con las manos firmes el pescuezo de aquel triste ser y sacando a chorro un surtidor de glóbulos rojos. En la memoria guardo una imagen similar a la del clip que me mira desde el word, a la derecha de mi pantalla y que no deja de realizar movimientos y sonidos extraños con gesto de impaciencia y una bombilla de color plátano apareciendo sobre su cabeza.

No hay duda alguna. Puedo asegurar que el aroma a tortilla de patata que sube hasta mi apartamento es tan real como mi formal admisión al club de los chicos de ciudad, de los madrileños de adopción, de la clase de personas que siempre renegué. Pero como le dijo una vez la Verito a una compatriota estudiante, ocupada sirviendo mesas de un restaurante en Aguamarga, cuatro paredes encaladas dentro del Cabo de Gata.

—¿De donde sos vos?
—Sho, de Junín.
—Ah bueno, es que sho soy de Capital.

Ese fué el principio de mi carrera hacia la libertad, la recta triunfal hasta conseguir la meta de la civilizada universalidad, en mi humilde y desnaturalizado corazón de pueblerino. Arribó la hora de los hombres mecanizados, de computadora y celular. El pasado domingo por fin me quité la boina y me compré en la tienda que hay en el Eurosol, un sombrero de cáñamo. Yo también soy de capital.

No hay comentarios: