lunes, septiembre 11, 2006

Puntos negros

Este fin de semana superamos con éxito las dos fiestas que el destino plantó inmisericorde atravesadas en la mitad del camino; El sábado sentamos los reales a la sombra de una luna vertical que cubría con una suave pátina de metal bruñido las guijas castradas, entre las tres jóvenes palmeras con la copa estrujada por un sediento corsé de cañizo. Marcial el ciclista lechuza, Chelo y Medusa, Verito, Carlos el co-ordobés, el enorme Javier con Alicia la terremoto del Atlas, Santos el madriles de coronilla escasa atracado en el Trinimar, al que según él se le ha caído una estrella y su amiga, una dulce colombiana de ébano y marfil. Pasábamos el tiempo tejiendo palabras sobre las tablas de madera, bebiendo en vasos de plástico rebosantes de espuma desbordada desde mi barrilete verde, escanciada con pulso atolondrado y ciego, cenando a borbotones un menú de bocadillos inflados a tutiplén con embutidos, queso y mayonesas acompañados por una rica ensalada de pasta que preparó mi compañera. Al final cuatro cubatas de ron y unos chupitos de un jotabé garrafero que Conchín guardaba envejeciendo con mimo en el vientre de una preciosa petaca de aluminio que terminé por liquidar.

Hacia las dos de la madrugada deshicimos el corro regresando lentamente al inicio cada uno buscando su territorio, bajo la excitante luz de níquel curvando los deseos derramados de lujuria, la eterna promesa inalcanzable del sábado noche. Subiendo acompasado el largo tramo que separa los pinos de mi rellano con la silla plegable colgada del pescuezo, a la altura del escalón cincuenta recibí una llamada de móvil. Era Pepepa charloteando en el mejor dialecto calabrés tratando de reunir al ganado disperso. Llegó cinco minutos tarde a la cita pero simplemente fue un punto de inflexión en su carrera, hasta el siguiente control de avituallamiento. La madrugada le pertenece.

El domingo amaneció tarde y con fuerza empujándo mi ser abotargado dentro de un mar turquesa tibio que despejó alejando con un soplo fresco de lo alto de mi cresta las brumas enmarañadas de alcohol y reguló de un tirón mi maltrecho intestino aquejado y renqueante de tantos excesos continuados, arreglando el nudo de angustia formado en la boca del estómago que mordía con la intensidad acerada de un perro rabioso.

Dejé pasar observando desde el agua durante un cuarto de hora el desfile de los muchachos de las Harley que exhibian sus máquinas, sus chicas –¿estabas ahí gata, parapetada tras el lomo hercúleo de tu chico en cueros? –sus escapes libres y sus canas fraudulentas, recorriendo desde el Grao toda la avenida Ferrandis Salvador haciendo sonar sus bocinas, montando una escandalera colosal. Desde los bajos fondos marinos veía las mujeres en bañador arremolinándose presurosas en el arcén para ver pasar a sus ídolos maduros. Horas antes, acostadas con su previsible y aburrido marido a dos palmos, los criticaban con lacerante persistencia mientras escuchaban el runrun poderoso de los enloquecidos pistones atronando entre los setos de su tranquilo barrio residencial.

–No puedo dormir Visente Luís. Con este ruido infernal.
–Pues te pones un tapón.

Seguramente en su más profundo pensamiento desearan ser poseídas por un brutal y salvaje motero polaco, con barba de raspar fósforos y una montaña de tatuado músculo pintada de azul lívido. Quizás en un instante de íntima debilidad alguna de esas ninfas castelloneras acariciara la idea descabellada de lanzarse al cuello del primer sujeto con pañuelo pirata durante el desfile, para desaparecer de la vista de su siempre correcto consorte, y ser bateada a coitos para caer desvanecida en un lago de líquidos orgánicos calientes, arrasada por el ímpetu arrollador de un kingkong peludo y sucio tras un par de noches de farra.

Mi ninfa particular vino al rescate sacándome del baño matinal –eran las doce y media –para después de recoger a Carlos en el Puerto acercarnos a la casa de Conchín para la fiesta de la paella y ver la carrera de fórmula uno. Allí estaban Espe, Mayte, Paqui y Ferrán, Laura, Chelo, Moni con su melón de ocho meses y Jose, con la sandía del mismo tamaño cosechada en su otro huerto; el inefable Pepepa, ataviado con un glorioso delantal encarnado estampado con la figura de Homer Simpson. Andaba acalorado espumadera en mano removiendo los abundantes pedazos de pollo y conejo del sofrito, tratando de expulsar de su cocina a los invasores, con gesto atribulado y amenazador, esgrimiendo la herramienta en alto como una espada de Damocles –maravilloso el arroz señor cocinero!

Al final terminamos todos enfrascados en los juegos y las risas, bebiendo, comiendo y disfrutando de la compañia a pesar que el adorado y malcriado niño Alonso rompiera aguas y no terminara la competición, derrotado por el Gran Shumi Rojo –¿Ferrari vs Renault? Es que no hay color –Descamisados, contentos y otros como yo, tomando culos en un vaso minúsculo de un vodka auténtico color miel que Chelo trajo hace dos años de Rusia. Divertido. Una tarde inmensa. De vino tinto, de blanco Pescador, de cava brut de Marqués de Monistrol. Que pregunten a los vecinos; a todos. Espero que no hayan echado de la comunidad a nuestra risueña anfitriona. Si se queda en la calle siempre tendrá una cama para dormir, un lugarcito aquí.

Y con la mona, a las siete que arribamos al mirador, nos aparcamos a nosotros mismos para quedar extenuados, literalmente barridos sobre las fusionadas camas individuales de nuestra habitación. Y puedo jurar que ya no salimos de allí.

Hasta las cuatro de la madrugada que aterricé sentado sobre la taza dal váter rodeado de negros puntos diminutos que pululaban como en una pesadilla alucinante de Hitchcock. Verito esta tarde me ha preguntado si eso no habrá sido fruto de un sueño adolescente provocado por los turbulentos efluvios etílicos acumulados. Todo es posible. Pero aun me pica el cuerpo.

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