sábado, agosto 05, 2006

Cultivando arroz en Saigón

Después de algunos días de calor intenso vuelve a mi terraza una brisca fresca de las de queagustoquestoyostiaynobajoalacalle. Si con el Gran Calentador caniculando a mansalva tierra y agua, dejando la costa como un pantano barométrico estático y sofocante, aquí arriba en este mirador agitanado que es mi casa vivía como un príncipe danés, ahora con esta ligera alteración climática puedo asegurar que me cago de frío. Que diga esto significa que tengo que calzarme una camiseta para dormitar mientras el resto del hemisferio norte del planeta se derrite bajo la inclemente solana. Solo el corto trayecto que tenemos desde aquí hasta la cala, que no serán ni doscientos metros, basta para darme cuenta que sigue siendo verano y agosto, que habito en una especie de burbuja elevada y glacial y que no tengo que olvidarme del sombrero de rafia, porque me aso la piel que cubre ese tubérculo abollado que tengo por cabeza.

Mi amigo Pepe me redescubrió ese gran invento que es el tradicional sombrero de paja. Mi padre siempre llevó uno puesto cuando salía al huerto para laborar entre naranjos. Los compraba en la tienda de la cooperativa del pueblo, cuando desgastado por el uso resultaban mayores las luces que las sombras. Recuerdo sobre todo el olor dulzón a savia y corteza aserrada junto con el perfume intenso de la flor de naranjo y el perfume almizcleño de su piel tersa y reseca. Mi padre nunca tuvo arrugas en su cara. Solamente tenia en la nuca morena castigada por el sol, un acordeón replegado como la cerviz de un toro bravo. Mi madre decía que era porque nunca dejaba que el sol le diera de lleno y siempre llevaba el sombrero calado. Ciertamente siempre me pareció esa prenda complemento de viejo, una cimera arcaica de diseño rudimentario, incompatible estéticamente con la idea que yo tenía en aquellos años del mundo moderno.

Nunca he sido ni modelo gorrero de pasarela ni practicante devoto de capitel, porque con la forma circular de mi rostro –cara de fogassa en lenguaje coloquial- los sombreros y las boinas acentúan más si cabe la horizontal, extendiendo la ya de por si ancha cara. Alguna vez me calé una gorra de visera americana, pero el sudor trazaba inmisericorde una fea y gruesa línea oscura alrededor de las costuras, dejando al secar, una franja salina blancuzca. La loneta al ser un tejido denso, mantiene por una parte la temperatura corporal y aumenta por la otra con la exposición solar del exterior, recalentando el espacio entre el pelo y la tela, produciendo el efecto invernadero en tu cholla. Una mierda. Por eso hace un par de años Pepe, que veranea en Almería, comentaba que hacía sus paseos por la zona al nuevo estilo, con sombrero de paja, que tiene la cualidad, aparte de generar una estupenda sombra con sus extensas alas, de permitir el paso del aire entre los espacios trenzados con fibra vegetal, ventilando tus pensamientos. Y ahora que tengo uno colocado, tienes la sensación de caminar todo el tiempo debajo de una techumbre de cañizo, gozo inmenso.

Ya no me avergüenzo de mi fachada cuando paso con mi flamante sombrero al lado de algun adolescente con gorra de nike –sentado en el suelo y asesinando en inglés un tema desafinado de quiénsabequién- de pantalón pirata graffitti con los flancos rasurados y el resto de pelo teñido cayendo en pequeña melenita, rematada con un rabito de perdiz estilo recortador amacarronado de toros, amante de los objetos tuneados. Por aquí son plaga.

Ahora les echo una miradita de reojo, como untando mantequilla en una tostada, con temple, perdonándoles la vida, y sigo mi camino hacia el agua de mi cala privada, dejando que se tuesten al sol, como la mies, felices entonando sus cánticos de júligan-pájaro carpintero intentando llamar la atención de alguna mocita encelada o de un varón bronceado. Yo también he sido capullo. Quizás todavía lo soy pero con sombrero. Parezco un campesino vietnamita cultivando arroz en un bancal, arrastrado por una yunta de bueyes. Sin embargo me cruzo con unos tipos que llevan el cabezal con una elegancia inglesa exquisita. Señorío y clase. Poco a poco.

Anoche no salimos a cenar y bajamos al Caprabo para conseguir pan, bebidas y preparar en nuestra casa una fiesta privada en este hotel. Verito llegó extenuada de una semana dura y le apetecía tumbarse y descansar tomando el fresco, viendo alguna película. Vimos Tu vida en sesenta y cinco minutos; bueno ví; bueno ví hasta la mitad del film y quedé zumbando sueños y comido por un mosquito desganado. Verito nada.

Esta mañana se ha levantado para ir a Castellón a la pedicura, para que le circuncide unos callos o algo así que le salen en los pies como a su mamá. Me contó el otro día que se acuerda que eso lo tenia su madre cuando ella era pequeña y que ahora ya le llegó el turno. Se está haciendo mayor, o como diría aquel, está madurando. Como todos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El sombrero del Xavito levanta pasiones allá por donde va,soy testigo,jiji