viernes, julio 21, 2006

Las manos de mi padre

Mi padre tenía unas manos grandes. Eran duras y suaves, con dedos largos y gruesos rematados con unas perfectas uñas estilizadas color crepúsculo. Eran manos de pelotari y de cuidador de naranjo, olivo y algarrobo de secano. Eran dos recipientes mágicos y protectores a los que me agarraba de niño cuando las cosas se daban la vuelta y el temor invadia alguna parte de mi ser en las noches oscuras de invierno.

Tenía la piel tersa y seca como el cuero de una pelota valenciana, surcada por líneas que semejaban símbolos centenarios abiertos a cuchillo con el tiempo. Las utilizaba como herramienta para mantener a flote su familia arrancando malas hierbas, podando ramajes, cavando zanjas, recogiendo frutas y blandiéndolas como espadas defendiendo su terreno ante la adversidad.

Las manos de mi padre eran rudas y sabias. Él proyectaba su espíritu al rozarte con la yemas encallecidas y brillantes con el aspecto pulido de una escultura de Lorenzo Quin, mientras contaba una historia y preparaba una ensalada con tomate, sardinas de bota, un pedazo de mojama ahumado y un vaso de vino tinto. A veces preparaba, con el talento que solo dan los años con papel de fumar y tabaco en hebras, un cigarrillo enrrollado con una de sus aparatosas manoplas.

Las manos de mi padre sirvieron también en una ocasión para levantarme del suelo en una suerte de lanzamientos de saque, a petición de mi madre, en una mañana de primavera, con un movimiento abajoarriba rítmico, que aparte del dolor físico, produjeron desperfectos en el orgullo. Fue solo una caída, pero recorrí volando el estrecho pasillo de mi casa con cuatro certeros derechazos en el trasero.

Las manos de mi padre aguantaron el paso del tiempo y cuando el final estaba cercano y sentía en la nuca el aliento frío de la muerte, con el cuerpo menguante como la luna de finales de julio, recostado en la cama del hospital de La Plana, me apretaba con amor la mano entre sus dedos fuertes, lanzándome a través de los recuerdos sobre olores ácidos de mandarina y savia fresca de naranjo mezclada con serrín. Ví miedo en la mirada gris ceniza de sus tristes iris agotados. Ahora era él un niño asustado buscando amparo.

Las manos de mi papá se quedaron para atestiguar el valor del hombre que fue y ofrecerme con ternura su última protección. Luego señaló con el dedo extendido por la ventana un punto sobre los naranjales de Vilareal y dijo que quería marcharse a La Vilavella. Sé que deseaba volver.

A veces cuando como en estos dias el calor aprieta, y traspiro por cada uno de los poros con la palma húmeda y mojada, acude a la memoria el recuerdo de las manos de mi padre y un pensamiento de nostalgia atraviesa mi pecho como una lanza al rojo. Y lo echo de menos.

-¿On estàs, pare?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Está muy cerca,Verito;
Con toda seguridad en tu corazón , que es donde debe estar y siempre estará
marcialin